Milpa Alta

tierra del pulque

Deslumbrados por el aura, en extremo coloquial, de las antiguas pulquerías de la capital, un relato ha quedado pendiente en la larga historia acontecida entre el pulque y la Ciudad de México. Mucho se ha escrito y contado sobre las haciendas pulqueras que abastecían a la ciudad desde los llanos de Apan y sus alrededores, así como de los sitios donde se servía. Todo chilango que se precie de serlo, ha vivido de primera mano —y si no, se la han contado— la experiencia de entrar en uno de esos templos coloridos y paganos donde se conjura el pasado y crea recuerdos el porvenir. Al fin y al cabo, el pulque es la bebida de los dioses.


Pocos son quienes conocen que en la misma Ciudad de México existe una tradición centenaria de hombres y mujeres dedicados a cultivar y raspar magueyes. En el extremo sur, asentados en la sierra del Chichinautzin, en los doce pueblos de Milpa Alta aún existen tlachiqueros que dos veces por día, todos los días, caminan por efímeras veredas dibujadas con sus pasos en su recorrido incesante hacia la raspa. Aquí no hay pulquerías que hayan dejado su impronta festiva y licenciosa en la memoria colectiva; lo que hay, y ha habido siempre, son milpas. La función principal del pulque en Milpa Alta era la de alimentar a los peones que venían de los alrededores para trabajar la tierra. Tercios enteros de maíz, frijol, haba y demás fueron sembrados y cosechados gracias al vigor que el pulque daba al campesino.


Hoy que el campo sufre un abandono progresivo, el pulque a la manera de Milpa Alta también se encuentra en peligro de desaparecer. Este libro digital es un esfuerzo por recopilar y preservar del olvido el conocimiento de generaciones enteras de hombres y mujeres que han practicado con orgullo y amor el oficio de hacer pulque.